Yo venía a hablar de mi pelo
Quería escribir algo
bonito. De hecho, quería contaros cuánto me gusta mi pelo. Y lo curioso de ver
fotos de hace cinco años y pensar: ay, ahí sí que estaba bien. Sin darte cuenta
de que hace cinco años te veías igual de mal que te ves ahora, y mirabas fotos
de hace diez diciendo: ay, ahí sí que estaba bien. O sea, que nunca vas a estar
mejor que ahora. Y yo siempre me veo fatal, es la verdad. Pero coño, cuánto me
gusta mi pelo. Ahora. No el de hace no sé cuánto. El de ahora, el de hoy. El de
recién salida de la ducha secado a su aire sin nada de nada.
Eso venía a contaros yo. Pero
me he tropezado por el camino. Me he tropezado como tantas y tantas otras veces
en la vida. Esas veces que no te tropiezas con nada concreto. Se te acumulan
las piedrecillas en el camino y un día te levantas hasta los cojones de tener
que luchar siempre tanto por todo. De que cada triunfo sea un camino
ensangrentado. Cansada de que nunca se te presente nada mínimamente fácil. Esos
días en que piensas que en otra vida debiste putear mucho a tu prójimo. Y miras
tu caminito lleno de piedras. Qué hijas de puta. Se te van colocando ahí,
aprovechando que siempre las miras y mantienes la sonrisa, pensando, qué más
da, una piedrecilla, puedo con ella. Y un día sin darte cuenta no das abasto con
tanta piedra y de verdad, de todo corazón, te quieres quedar en la cama a ver
si se te allana un poquito el camino. Un poquito, tampoco hay que ser
exigentes. Lo justo para que la jornada no se te antoje eterna y la idea de
huir muy lejos no te resulte tan atractiva.
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